lunes, 29 de octubre de 2012

Ecos literarios del bandolero "El Pernales"


El Pernales.
El bandolero sevillano Francisco Río González, el Pernales (1879-1907) y su compañero de andanzas el Niño del Arahal fueron abatidos por la Guardia Civil de Alcaraz el 31 de agosto de 1907 en el paraje del Arroyo del Tejo, término de Villaverde de Guadalimar (Albacete). Ambos cadáveres fueron posteriormente expuestos en el antiguo convento de Santo Domingo de Alcaraz y recibieron finalmente sepultura en el camposanto de esta misma localidad.

Convertido en verdadera obsesión para sucesivos ministros de la Gobernación, un ejército de civiles había puesto cerco en tierras andaluzas a Pernales. En situación de acoso tan insostenible, Pernales proyectaba una huida con su amante Concha Fernández Pino a América desde el puerto de Valencia, hacia donde los bandoleros se dirigían cuando encontraron la muerte en tierras albaceteñas.

Lámina de la muerte de El Pernales y el Niño del Arahal.
Pernales fue uno de los últimos bandoleros andaluces, posteriores a la enérgica acción contra el bandolerismo del Gobernador civil de Córdoba y erudito sobre el tema, Julián de Zugasti y Sáez (1837-1915).

Las circunstancias de su espectacular persecución y dramática captura acabarían convirtiendo a Pernales en figura legendaria definitivamente asociada a la sierra de Alcaraz.

Portada de novela popular sobre El Pernales.
En música folclórica, el Pernales ha sido cantado en multitud de romances por el Nuevo Mester de Juglaría, Tradición, El Tardón, Manuel Luna…  y hasta en una reciente flamenca Cantata del Pernales…

En bibliografía local, la Revista de Tradiciones Populares de la Diputación de Albacete Zahora ha dedicado varios números monográficos al personaje. Así, por ejemplo, en 1986, el número 12 ofrecía un extracto del extraordinario y novelesco libro de Florentino Hernández Girbal (1902-2002) sobre los Bandidos célebres españoles (1963).

En 2007, en el número 47 de la misma publicación, Antonio Matea Martínez dedicó un estudio al bandolero donde aclaró algunos malentendidos geográficos relativos a las andanzas de Pernales por la sierra albaceteña. No en vano, el autor ha sido uno de los promotores de la edición anual de una senderista Ruta del Pernales.  

Viñeta de Manuel Cifuentes. Revista Zahora, número 11.
En todas estas referencias culturales en torno a individuo de tan malas prendas, echamos de menos los ecos literarios que, sin duda, en su época debió despertar su alborotada existencia.

En la presente entrada glosaremos brevemente las referencias literarias al bandolero por parte de cuatro autores contemporáneos del Pernales. Dejaremos aparte la reiterada sugerencia de que el personaje “El Plumitas” de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) en su novela Sangre y arena (1908) esté inspirado en la figura de nuestro bandolero.

En primer lugar de nuestra serie, el dramaturgo madrileño Jacinto Benavente (1866-1954) se refirió al Pernales en varios artículos de prensa recogidos en De sobremesa (1910, 5 volúmenes).

Portada de Zahora nº 12.
Así, para empezar, en una glosa sobre la diferente valoración que en los países civilizados se concede  a la delincuencia callejera, dependiendo de si ésta se produce en España o en las calles de París, el autor de Los intereses creados señala:

“Y al hablar de bandidos, no lo digo por el Pernales, que España en esto también apenas puede llamarse civilizada, y bandolerismo es éste de lo más inocente y primitivo, como de jácara ó romance; pero léase cualquier periódico de París, y como la cosa más natural, sin comentarios y sin aspavientos, raro es el día que no traen sección especial dedicada á las proezas de apaches, cambrioleurs, souteneurs y demás productos de una civilización admirable”. (De sobremesa, tomo I, capítulo V)

En un artículo posterior, a raíz del conocimiento de la muerte del Pernales, el futuro premio Nobel de Literatura formula una profética e irónica reflexión:

El bandolerismo de Zugasti.
 “El Pernales ha muerto. ¡Viva el Pernales! No puede extinguirse la dinastía. Si tarda en surgir un sucesor de carne y hueso, la fantasía popular sabrá crearle y su espíritu vagará por los campos con todas las apariencias de la realidad.
Será sólo un nombre, pero es preciso que ese nombre suene. Necesita de él mucha gente. El marido ó el hijo de familia que se jugó en alguna feria las rentas cobradas, y al regresar, en una carta de letra temblorosa: El Fulano me salió al paso... sale del suyo. El administrador que ha de justificar distracciones, el pastor á quien se le extravió alguna cabeza de ganado, el cacique que se vale del temido nombre para amedrentar á enemigos molestos... No hay duda, un bandido es siempre de utilidad pública. A pesar de la indudable identificación del cadáver, es de creer que sólo ha muerto un fantasma, que volverá muy pronto con otro nombre, con otra apariencia, pero siempre el mismo”. (De sobremesa, tomo I, capítulo XVI)

En segundo lugar, el gran novelista de origen cubano Eduardo Zamacois (1873-1971), en sus Memorias de un vagón de ferrocarril (1925), pone en boca de su personaje Doña Catástrofe una ácida y hasta cínica reflexión sobre las peculiaridades del bandolerismo hispano:

De sobremesa de Benavente.
“—Entre nosotros el bandolerismo acabó con "Pernales”: era un bandolerismo casi exclusivamente andaluz, un poco anarquista, un algo también quijotesco, que desposeía a los ricos en beneficio de los pobres, y andaba a caballo y vivía al aire libre. En el arte de robar con maña o por la fuerza, España— como en todo — se quedó rezagada. Nuestros ladrones son pobres diablos hambrientos, mal vestidos, que apenas saben escribir, ni conocen otra arma que el cuchillo rudimentario, y que se dedican a ladrones "por necesidad". En el extranjero el bandolerismo lo ejercen los fuertes, los rebeldes, los perturbados por la utopía del inmediato "reparto social”; van a él por gusto, y esta vocación da a su ingrato oficio un pique novelesco”. (Memorias de un vagón de ferrocarril, capítulo IX)

En tercer lugar, a Pío Baroja (1872-1956) tampoco hubo de pasarle desapercibida la figura de Pernales y en el capítulo dedicado a “Recuerdos de bandolerismo” de su novela Los visionarios (1932) trazó una breve semblanza del Pernales en la que situaba erróneamente el lugar de su muerte en la provincia de Sevilla:

Memorias de un vagón... de Zamacois.
“En mi época se distinguieron “el  Vivillo” y “el Pernales”, los dos de Estepa. “El Pernales” era hombre selvático, tipo de bandido generoso. (…) Con “el Vivillo” se echaron al campo “el Pajarito”, “el Soniche”, “el Canuto”, “el Niño Gloria” y “el Macareno”. Casi todos murieron en el campo. (…) “El Pernales” y su lugarteniente, “el Niño del Arahal”, murieron luchando a tiros con la Guardia civil en un camino de Villaverde, pueblo del partido de Lora del Río”. (Los visionarios, Libro Segundo, capítulo VIII)

Más adelante, Baroja vuelve a citar al bandolero de Estepa al asociarlo con otro de su gremio conocido como “El Rondeño”:

““El Rondeño” tuvo amistades y complicidades con un bandolero llamado ”Chisparría”, que, además de contrabandista, se entendía con la gente del “Vivillo” y del “Pernales” para robar en los cortijos de la sierra”. (Los visionarios, Libro Cuarto, capítulo I)

Los visionarios de Pío Baroja.
En cuarto y último lugar, siguiendo el orden cronológico de publicación, no podemos olvidarnos de la sabrosa mención que el gran periodista y narrador Corpus Barga (1887-1975) haría de la muerte de Pernales. En el tomo primero de sus deslumbrantes memorias Los pasos contados (1963-1973), en una de las habituales digresiones con las que Corpus Barga va tejiendo un minucioso retrato de la sociedad de su infancia, el autor pasa de rememorar la figura del ya mencionado Gobernador civil Zugasti a evocar coplas escuchadas en su lejana juventud madrileña:

“Acabó con el bandolerismo del campo andaluz, del que luego no hubo más que algún rebrote o eco, el último siendo yo estudiante, el del Pernales, héroe de romances que se cantaban en las plazas y plazuelas de Madrid con gran beneplácito de un público de criadas, soldados y chicos que iban a repartir algo o a llevar recados. No he olvidado una de esas trovas que se me pegó al oído. Refería el encuentro del Pernales con un viejo labrador y terminaba así:
Los pasos contados de Corpus Barga.
“Saltó el viejo de su burra
con muchísima energía,
y el Pernales que lo vido,
con franqueza le decía.
Es usté un viejo valiente
y ahora le digo a usté en serio
que está usté con el Pernales
que a ningún probe roba el dinero.
Yo sólo robo al que tiene muchos millones
y es usurero”.
El Pernales tuvo un acompañante que no le abandonó y murió con él al pie de un árbol, disparando contra la Guardia Civil. A este acompañante fiel, que era un mozo andaluz de traza egipcia, ancho de hombros y estrecho de caderas, le llamaban el niño del Arahal, nombre con la esencia diríase de los alhelíes que cultivaban todas las doñas Gertrudis en sus jardines secretos”.

Ya en nuestros tiempos, en su reciente Sereno en el peligro (2010) el narrador madrileño Lorenzo Silva (1966) recoge el episodio de la muerte de Pernales desde una perspectiva inequívocamente favorable a la actuación de los guardias civiles alcaraceños:

Sereno en el peligro de Silva.
En las primeras horas del día 31 de agosto de 1907, el guardia civil retirado Gregorio Romero, guarda de una finca sita en la sierra de Alcaraz, en el término municipal de Villaverdede Guadalimar (Albacete) ve pasar a los bandidos montados en sus caballos. Da aviso a las autoridades y al encuentro del Pernales sale el teniente Haro, junto al cabo Calixto Villaescusa y los guardias Lorenzo Redondo, Juan Codina y Andrés Segovia. Sorprenden a los dos bandidos mientras descansan, pero el teniente, en vez de atacarlos sin más, destaca al cabo y al guardia Segovia («acompañados por un práctico», dice el parte oficial, lo que denota cómo Haro planificó la operación para sacar partido del terreno) hacia la cima de la sierra, para cortar la retirada a los bandidos. Al poco, el Pernales y su compañero se ponen en marcha, mientras Haro se les aproxima con el resto de su fuerza. Llegados a unos pasos de donde están Villaescusa y Segovia, estos les gritan el «¡Alto a la Guardia Civil!», respondido a tiros por los bandoleros. En el choque resulta muerto el Pernales, mientras que el Niño del Arahal logra darse a la fuga. De poco le sirve, porque desde más de cien metros de distancia el guardia Codina le acierta y da con él en tierra. Hubo dudas de esta versión, por parte de la prensa más crítica, aunque lo pormenorizado y coherente del parte del teniente Haro y lo verosímil del desarrollo de los hechos que se desprende de su relato, le confieren una razonable credibilidad. Por ilustrativo, transcribiremos el comentario que publicaría el día 2 de septiembre de 1907 el periódico El Radical órgano del partido republicano de Lerroux: «Ha muerto el Pernales y no hay que llevarlo a la leyenda. Más digno de admirar es el pobre guardia que se expone a morir, en cumplimiento de un deber, por tres pesetas; tanto más de admirar cuanto que estos pequeños destacamentos de cuatro o cinco hombres van al peligro voluntariamente, pues nadie lo ve, nadie los vigila, y bien pueden si quieren esquivar el peligro». Todo un ejemplo de giro copernicano, donde los hubiere”. (Sereno en el peligro, capítulo 8)

No mencionamos en esta entrada los detalles del curioso encuentro entre el poeta sevillano Fernando Villalón (1881-1930) y el propio Pernales. Manuel Halcón (1900-1989), primo y amigo del poeta, refiere la anécdota en sus Recuerdos de Fernando Villalón: poeta de Andalucía la Baja y ganadero de toros bravos (1941). En su obra citada, Hernández Girbal reproduce resumidamente el episodio narrado por Halcón.

Recuerdos de Fernando Villalón.
Acaso el conocido romance de Fernando Villalón “Diligencia de Carmona” fuese inspirado en su entrevista con el bandido:

“Remolino en el camino,
siete bandoleros bajan,
por los alcores del Viso
con sus hembras a las ancas.
Catites, rojos pañuelos,
patillas de boca de hacha.
Ellas, navaja en la liga;
ellos, la faca en la faja;
ellas, la Arabia en los ojos;
ellos, el alma en la espalda…”

Hasta aquí un variado muestrario de los ecos literarios de la muerte de Pernales en la serranía alcaraceña, de la mano de Benavente, Zamacois, Baroja, Corpus Barga, Lorenzo Silva, etc.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El Marqués de Molíns en la Feria de Albacete de 1857


El Marqués de Molíns.
En la presente entrada nos proponemos presentar y transcribir el delicioso artículo del Marqués de Molíns “Una mañana junto a la feria de Albacete”, recogido en el tomo IV de sus Obras completas y fechado en 1857.

Este singular artículo nos ofrece una de las raras ocasiones en que la prosa del Marqués de Molíns versa sobre los vínculos familiares que le ligaban a su población natal y sobre aspectos costumbristas de la misma.

Años después, volvería a referirse nuestro autor a la Feria de Albacete y a la memoria albaceteña de su familia materna en su novela La manchega (1873). Ya en una entrada anterior de este blog tuvimos ocasión de ocuparnos de estas raíces albaceteñas del Marqués de Molíns.

Paseo de la Feria en la Crónica de Albacete de Narciso Blanch e Illa, 1866.
El artículo de 1857 que presentamos narra una melancólica visita al camposanto en plena celebración de la feria de Albacete en el año del regreso del Marqués a España tras su exilio durante el Bienio Progresista (1854-56).

En el mismo texto del artículo y para reforzar el contraste al que en seguida nos vamos a referir, el Marqués de Molíns confiesa hallarse “cansado de pasar un mes entero en fiestas y regocijos”, en alusión a los festejos vividos recientemente en Elche y Murcia.

La fórmula narrativa del artículo consiste en una especie de reflexión dirigida a una joven muchacha calificada como “hija mía” a la cual se presentan los abuelos maternos del autor como los “bisabuelos tuyos”. El Marqués podría dirigirse en estos términos a algunas de sus tres hijas, especialmente a las dos menores, María del Carmen y Ángela, de tres años la primera y escasos meses la segunda. El recurso a un diálogo con una inocente niña sirve al autor de licencia poética para contraponer, con delicadeza, las espinas de sus reflexiones con las rosas primaverales de su interlocutora.

La Feria de Albacete en 1866.
El texto está estructurado sobre una antítesis expuesta en un hermoso paralelismo al principio del artículo: el corazón humano es como un insondable mar “que prepara las tempestades en medio de la calma y la bonanza al mugir de las tormentas”. El Marqués continúa construyendo el resto del artículo alrededor de este tipo de estructuras bimembres con términos opuestos.

En razón de este paradójico sentimiento, justifica el autor que “en medio de tan bue­na compañía y en época de tanta algazara” haya optado por dar “tan triste paseo” hasta el camposanto del lugar. Ya lo ha advertido el autor: el voluble corazón humano “en medio de la dicha sentirá levan­tarse, sin saber de dónde, el huracán de la melancolía”.

Huye, así, el autor del bullicio de la Feria de Albacete, “en que, como vastísima caravana, ó más aún como innumerable y desordenado campamento, millares de tiendas ponen el si­tio á unas pacíficas murallas, levantadas en medio del desierto”.

Antigua ermita de San Antón de Albacete.
Procurando pues encontrar un lugar donde “reposar la imaginación”, el Marqués dirige sus pasos hacia el antiguo cementerio de Albacete, sito junto a la desaparecida ermita de San Antón (ubicada aproximadamente en el número 3 de la actual calle del Alcalde Martínez de la Ossa).

El Marqués nos ofrece en su artículo una cruda descripción del rústico camposanto albaceteño:

“En el pequeño cuadrado como corral de ganado que lo for­ma, el terreno está desnivelado por las sepul­turas, no hay cultivo alguno, el hombre aban­dona allí los despojos de la muerte, y no tra­ta de disfrazar su nada dando vida á plantas ni á flores, á cipreses y siemprevivas… nada… absolutamente nada más que la muerte en toda su espantosa perspectiva. No hay más monumento que se alce que una sola cruz...”.

El Marqués de Molíns.
Pocos años después de esta descripción, el poeta Rafael Serrano Alcázar (1842-1901), de nacimiento murciano y afincado como jurisconsulto en la capital albaceteña, habría de dedicar unos versos a un cementerio que podría corresponderse con el visitado por nuestro Marqués. Se trata del poema “Meditación” de su primer tomo de Poesías (1866), en donde alude a un camposanto en los términos siguientes:

“Este es el cementerio. Fatídico y sombrío.
Allí está de la ermita la misteriosa cruz.
Osténtase cubierto de fúnebre atavío
mientras la noche extiende su lóbrego capuz…”.

Volviendo a la visita al camposanto de 1857, el Marqués se detiene ante la tumba de sus abuelos maternos y evoca brevemente ambas figuras. Ante una lápida “de mármol poco ha desdorada por las lluvias” rememora a su abuela la Condesa de Villaleal María Joaquina Arce Lara (1760-1848). En su nicho “estaba consignado en mármol el tri­buto de dolor pagado por un pueblo entero á una mujer imponderablemente benéfica”.

Molíns por Maura Montaner, 1881.
El autor repara, a continuación, en una lápida contigua “de piedra sillería ya medio borrada”, donde una inscripción recuerda los favores a la villa albacetense realizados por su abuelo materno, el Conde de Villaleal Fernando Carrasco Rocamora (1754-1807).

Prosigue, a continuación, el autor su visita con la escena costumbrista de un entierro popular que interrumpe sus melancólicas meditaciones:

“… me llamó la atención el canto de un entierro; volví la cabeza y vi atra­vesar por el Campo Santo un pequeño grupo; cuatro hombres, como labradores ó jornaleros, llevaban en hombros un ataúd descubierto: un velo agitado por el viento sobre el cadáver daba á entender que era de una mujer…”.

Preso de un vértigo romántico, el Marqués se aproxima hasta el lugar del enterramiento, a tiempo de ver cubrir de tierra por completo el cuerpo yacente. A su llegada, quedaban ya tan sólo a la vista “unas manos blancas y delicadas que sujetaban una cruz y un ramo de flores”.

El Marqués de Molíns.
Tras este clímax sentimental, sin embargo, el relato da un giro final irónico y hasta esperpéntico, cuando la mujer que había seguido, indiferente, a la comitiva fúnebre recogía el velo mortuorio y “habla­ba al marchar del precio á que podría venderlo”. El Marqués recuerda en este punto que estamos en Feria y todo se vende en ella.

Suena entonces el silbido del tren “del camino de hie­rro que pasa por las tapias del Campo Santo”. Se refiere el autor al ferrocarril que desde dos años antes, 1855, recorría la línea Aranjuez-Albacete, circulando a su paso por nuestra ciudad por el Paseo de la Cuba, donde se encontraba la estación ferroviaria.

El Marqués, vuelto de sus divagaciones románticas, observa con disgusto que el estridente tren llega cargado de pasajeros que vienen a la Feria de Albacete “á comprar… á ven­der… á reír… á engañar… á vivir, en fin”.

Viernes Santo en Castilla. Regoyos, 1904.
La melancólica paz del camposanto contrasta, así, con el bullicio mercantil de la Feria y la estrepitosa velocidad de la locomotora de vapor. De este contraste, extrae el autor, finalmente, una filosófica conclusión: “¿Qué son los intereses… las relaciones… las riquezas… las ciencias mismas… hija mía, en la puerta del Campo Santo?... ¡Ay!... humo… y ruido”.

La reflexión ante una tumba o en la visita a un camposanto fue uno de los tópicos más frecuentados de nuestra literatura romántica, quizás desde el conocido romance “El sepulcro de Hindelbank” recogido por Francisco Martínez de la Rosa en sus Poesías (1833).

Dentro del género del breve cuadro de costumbres destinado a artículo de prensa periódica, la visita al cementerio fue tema frecuentado por los grandes prosistas del momento. Así, podríamos iniciar una serie ideal de textos sobre el tema con Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882) y su artículo “El camposanto” (publicado inicialmente en 1832 y recogido en sus Escenas y tipos matritenses de 1851). Mesonero parte en su visita de un estado de ánimo similar al planteado por el Marqués de Molíns en el artículo que nos ocupa: “Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría”.

Primera estación ferroviaria de Albacete.
La diferencia entre ambos está en que el tono de Mesonero es más jovial y anecdótico que el de Molíns. Sin embargo, en inesperado giro, “El curioso parlante” concluye su artículo con un desconcertante desenlace:

“Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar”.

Esta sugerencia de Mesonero se habría de convertir en dramática transposición de términos en el conocido artículo “El Día de Difuntos de 1836” (1836) de de Mariano José de Larra (1809-1837): ya no es que el pueblo haya hecho un alto en la ciudad antes de ir a pasar la noche a su definitiva posada, sino que en palabras de Fígaro, “El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio”.

Molíns por Jean Laurent.
Un par de décadas después de estos dos notables artículos, la visita del Marqués de Molíns al camposanto de Albacete desarrolla todos los tópicos románticos al respecto: melancólico estado de ánimo, soledad y olvido del lugar, fugacidad de la vida, etc. Sin embargo, el tono del Marqués de Molíns es siempre mesurado y sereno, de suave sátira social y melancólica visión del paso del tiempo.

El Marqués de Molíns cultivó con frecuencia el artículo necrológico en su obra periodística: “Último paseo de Fígaro”, “El entierro de Martínez de la Rosa”, “Artículo necrológico del Marqués de Miraflores”, etc. Sin embargo,  “Una mañana junto a la feria de Albacete” es el artículo más reflexivo y personal de cuantos produjo el Marqués sobre la materia. A su interés en este sentido, hemos de añadir que se trata, sin duda, del único artículo del Marqués que podríamos considera como un cuadro de costumbres ambientado en su Albacete natal.

Reproducimos a continuación el artículo, al que hemos tenido acceso por gentileza de la Biblioteca Pública de Albacete y la Biblioteca Digital de Castilla-La Mancha:

“UNA MAÑANA JUNTO Á LA FERIA DE ALBACETE
Hay, hija mía, en el corazón humano un no sé qué indefinible, que le impele hacia distin­tos sentimientos de aquel en que pudiera re­posarse: mar insondable que se agita siempre, y que prepara las tempestades en medio de la calma y la bonanza al mugir de las tormentas. En vano las felicidades humanas protegen al hombre; él en medio de la dicha sentirá levan­tarse, sin saber de dónde, el huracán de la melancolía: inútilmente, en cambio, todas las miserias caen sobre un desdichado; él, desde e1 fondo de su infortunio, siquiera con la es­peranza sola se consuela, y momentos de ale­gría inefable interrumpen su monótona y la­mentable vida.

No extrañes, pues, que en edad y en situa­ción que do quier sonríe, á veces caiga á tu corazón (por decirlo así) una lágrima sin saber de dónde; y anímate esperando que por adversa que te sea la suerte, y por largo que te parezca el desierto de la vida, hallarás en él oasis en qué descansar, y momentos en qué reír.

Vengamos al asunto, y perdona el preámbu­lo para motivar el que, en medio de tan bue­na compañía y en época de tanta algazara, haya dado cabida á tan triste paseo; y lo que es más, me ponga ahora á contártelo, no pase por locura el tejer coronas de espinas, y ofre­cerla á ti, cercada de rosas, en la primavera de la vida.

Cansado de pasar un mes entero en fiestas y regocijos, lleno aún de los recuerdos de la función de Elche, en que al traje y al país oriental viene á unirse el drama de los siglos medios, la pompa y la fe de las cruzadas y la alegría de los moros: fresca la memoria de la feria de Murcia, que parece un inmenso merca­do entre bosques de limoneros olorosos y pla­teados álamos; no lejos, en fin, del ruido de la de Albacete en que, como vastísima caravana, ó más aún como innumerable y desordenado campamento, millares de tiendas ponen el si­tio á unas pacíficas murallas, levantadas en medio del desierto. Lleno aún de esas impre­siones, y ya cansado de ellas, fui á reposar la imaginación allí donde todo es reposo, donde cuanto fue y cuanto ha de ser se apiña y reúne, y eso sin ocupar gran espacio ni levantar ningún ruido.

EL   CAMPO  SANTO.
Si alguna vez, hija mía, vas al de Albacete, verás como te choca la mezcla rara de incul­tura cuasi bárbara, y de adelantada civiliza­ción que en él se descubre. En el pequeño cuadrado como corral de ganado que lo for­ma, el terreno está desnivelado por las sepul­turas, no hay cultivo alguno, el hombre aban­dona allí los despojos de la muerte, y no tra­ta de disfrazar su nada dando vida á plantas ni á flores, á cipreses y siemprevivas… nada… absolutamente nada más que la muerte en toda su espantosa perspectiva. No hay más monumento que se alce que una sola cruz; en eso tienen razón, la cruz es lo único que se alza del polvo y podredumbre humana hacia la mansión eterna; ella sola vence de la muer­te y tiene derecho á levantarse entre sus des­pojos.

En cambio, junto á las tapias algunas do­cenas de nichos, recién hechos y vacíos, aguar­dan moradores, como la nueva ciudad espera edificios públicos; y á otro lado mezquinos panteones, ya llenos, muestran tal cual lápida de mármol, tal cual inscripción dorada: último refinamiento de la cultura… ¿qué puede haber de lapidarios allí donde parece que aún faltan enterradores?—Pues en la parte literaria igual contraste; aquí se leían las verdades eternas, esos magníficos consuelos con que la sabidu­ría increada parece que á la vez arrulla al que duerme en el sepulcro y guía al que camina en el mundo; y un poco más allá epitafios en seguidillas, ó aforismos filosóficos más vacíos y repugnantes que las tumbas mismas. Mezcla extraña de primitiva fe y de modernísima pe­dantería; piedras miliarias que marcan el ca­mino de donde venimos y á donde vamos.— Pues como digo, estaba yo considerando es­tas cosas y embebecido más aún delante de dos lápidas, una de piedra sillería ya medio borrada, otra de mármol poco ha desdorada por las lluvias, cuando me llamó la atención el canto de un entierro; volví la cabeza y vi atra­vesar por el Campo Santo un pequeño grupo; cuatro hombres, como labradores ó jornaleros, llevaban en hombros un ataúd descubierto: un velo agitado por el viento sobre el cadáver daba á entender que era de una mujer; otra la seguía, no con aire melancólico ni alegre, sino indiferente y nada más…

Miré hacia la puerta por donde primero ha­bía oído los cánticos, y ya no había nadie; el escaso y mal pagado clero se había vuelto desde allí, y había como abandonado antes de tiempo aquellos despojos á la destrucción que parece que sale á recibir sus víctimas al um­bral.

Yo, por el contrario, sujeto ya á aquel vér­tigo que á veces se apodera del ánimo y no le permite reposo hasta que llega al fondo de sus sensaciones, de aquel furor que en el gozo nos lleva hasta la última vuelta de un baile, hasta la última copa de un festín, y en la pena hasta ver caer una víctima ó cerrarse un ataúd; impelido, digo, por ese torbellino, corrí hacia el hoyo… ya era tarde… el azadón implacable de los sepultureros hacía caer sobre el cadáver tierra y piedras y calaveras y huesos de otras que á su vez habían dormido en aquel mismo lecho… sólo unas manos blancas y delicadas que sujetaban una cruz y un ramo de flores quedaban aún, cuando yo llegué, sobre la tier­ra; no necesité preguntar… era, pues, una joven doncella; poco después ya todo no era más que un montón recién hecho… ¿y para qué sa­ber más… ¿y cómo y á quién preguntarlo?... la mujer que seguía á la comitiva había recogido el velo y la almohada mortuoria; habla­ba al marchar del precio á que podría venderlo… estamos en feria.

Volví, pues, á los dos nichos para consolar­me de aquel doble abandono con otro al parecer no tan grande, y en efecto, como verás, en el uno estaba consignado en mármol el tri­buto de dolor pagado por un pueblo entero á una mujer imponderablemente benéfica, tu bisabuela la Condesa de Villaleal Doña María Joaquina de Arce; en la otra losa que estaba debajo, y que es de piedra común, se leía

AQUÍ YACE DON FERNANDO CARRASCO Y ROCAMORA
CONDE QUE FUÉ DE VILLALEAL
ALFÉREZ MAYOR DE ESTA VILLA Y SEÑOR DE LAS DE POZO-RUBIO Y
MOLINS… PARTIÓ A LA
CORTE…   CANAL…

El resto, infiero que hablaría del inmenso favor hecho por este insigne patricio, bis­abuelo tuyo, á sus paisanos, desaguando las lagunas que cubrían este país, abriendo el ca­nal que lo fecunda, y desterrando las mortífe­ras fiebres que lo aniquilaban… esto infiero… pues de la losa se habían borrado las letras, como de la memoria de los pueblos los bene­ficios.

La mujer que había recogido el velo mor­tuorio me llamó desde la puerta para que sa­liese; hícelo maquinalmente, y al pasar el um­bral un silbido terrible sonó cerca de mí, una como palpitante y monstruosa respiración se siguió… era la locomotriz del camino de hie­rro que pasa por las tapias del Campo Santo, y que desde largas distancias traía millares de personas á la feria… á comprar… á ven­der… á reír… á engañar… á vivir, en fin.

Esta es, querida mía, la única vez que he visto un camino de hierro sin emoción y has­ta con desprecio.

¿Qué son unos cuantos centenares de leguas en comparación de la distancia que separa el ser y el no ser?

¿Qué es la rapidez del vapor, ni siquiera de la electricidad, contrapuesta á la velocidad con que se hace el viaje de la vida á la eternidad?

¿Qué son los intereses… las relaciones… las riquezas… las ciencias mismas… hija mía, en la puerta del Campo Santo?... ¡Ay!... humo… y ruido.


ALBACETE 10 de setiembre de 1857”.

viernes, 17 de agosto de 2012

La patria del Marqués de Molíns


Mariano Roca de Togores.
     Verdadero patriarca de las letras albacetenses, Mariano Roca de Togores y Carrasco (1812-1889)  nació el 17 de agosto de 1812 en Albacete, hace hoy justamente dos centurias.

A su nacimiento en nuestra ciudad, habría de referirse él mismo, años después, en uno de sus más celebrados poemas, el soneto “Mi destino”, en el que evoca su población natal en términos escasamente complacientes: “Campo estéril, mortífera laguna / Me vio nacer…”. Analizaremos detalladamente este soneto después de trazar una breve semblanza de la figura literaria de nuestro autor.

Las raíces familiares albaceteñas de nuestro autor se deben a sus abuelos maternos, al ser su madre hija única de la rodense MARÍA JOAQUINA DE ARCE Y LARA y del albaceteño FERNANDO CARRASCO Y ROCAMORA, Conde de Villaleal, Señor de la Villa de Pozo-Rubio, Señor de Molíns, etc.[1]

El insigne escritor albaceteño fue el menor de los cuatro descendientes del matrimonio formado por su padre el oriolano LUIS ROCA DE TOGORES Y VALCÁRCEL (1775-1828), conde de Pinohermoso, y su madre la albaceteña MARÍA FRANCISCA DE PAULA CARRASCO Y ARCE (1759-1848), hija de los antepasados mencionados anteriormente y por lo tanto heredera de los títulos de condesa de Villaleal, Señora de Pozo-Rubio, etc. [2]

A cuenta de sus diversos orígenes familiares, gozó la familia de nuestro autor de múltiples títulos, viviendas y haciendas repartidas entre Albacete y Orihuela. [3]

El conde de Pinohermoso y el marqués de Molíns a caballo. José Roldán, 1848.
El hijo primogénito de este matrimonio y hermano de nuestro autor, JUAN ROCA DE TOGORES Y CARRASCO, habría de ostentar con el tiempo los títulos paternos de Conde de Pinohermoso, Conde de Villaleal, etc. [4]

Por su parte, en 1848 Mariano Roca de Togores habría de ser distinguido por la reina Isabel II con los títulos de primer Marqués de Molíns y primer Vizconde de Rocamora en alusión a poblaciones alicantinas cercanas a Orihuela.

La residencia familiar oriolana fue el Palacio del Duque de Pinohermoso, sito junto a la catedral de Orihuela y convertido hoy en sede de la Biblioteca Fernando de Loazes. En su madurez, Mariano Roca de Togores habría de establecer su residencia oriolana en el Palacio de Tudemir, rehabilitado en la actualidad como Hotel Monumento. [5]

La casa solariega de sus padres en Albacete fue el desaparecido Palacio de Pinohermoso, situado en el Altozano. [6]

Fachada del antiguo Palacio de Pinohermoso en Albacete.
Sin embargo, por desavenencias temporales entre sus progenitores, Mariano Roca de Togores habría de nacer en el domicilio de unos parientes de su madre, en cuyo hogar presumiblemente había buscado cobijo la condesa de Villaleal durante una separación conyugal. No se conserva la casa del nacimiento del poeta, sita en el número 3 de la calle Feria, y en el edificio que ocupa hoy su lugar una polvorienta placa conmemorativa recuerda el hecho. [7]

En su Biografía del Marqués de Molíns (1891), su biógrafo Francisco de Cárdenas resumió así los primeros años de vida de nuestro ilustre personaje:

“En 17 de Agosto de 1812, cuando las armas francesas dominaban en España, vino al mundo en Albacete, el tercer hijo del conde de Pinohermoso y de la condesa de Villaleal, que se llamó D. Mariano Roca de Togores. Recibió su primera educación en el hogar paterno hasta que después de algunos años de paz y tranquilidad pública, lo mandó su padre á Madrid, para que hiciera sus estudios en el colegio de la calle de San Mateo, de célebre memoria, por haber sido profesores en él, el sabio don Alberto Lista y el eminente literato D. José Gómez Hermosilla”. 

En 1840, un amigo de nuestro autor, el poeta y dramaturgo riojano Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), escribió en el álbum de la primera esposa de Mariano Roca de Togores un romance que comenzaba con una alusión al nacimiento albaceteño del Marqués de Molíns: [8]
 
“Nació de pie tu marido,  / según el dicho común,
porque hombre más venturoso / no nació del Norte al Sur.
Con ser hijo de Albacete / le alienta genio andaluz,
y no desdeñara Rioja / los sones de su laúd …"
 
El Marqués de Molíns por Madrazo.
El Marqués de Molíns desempeñó variadas y relevantes funciones políticas, diplomáticas y académicas… cuyas ocupaciones relegaron a un segundo plano de su actividad la creación literaria.

En su juventud madrileña, formó parte de la tertulia del Café del Príncipe, conocida como “El Parnasillo”, verdadero punto de encuentro de la joven generación de escritores y pintores románticos en los años 30 del siglo XIX.

Entre estos jóvenes bohemios, en 1837, destacó Roca de Togores como amigo íntimo de Larra en los postreros momentos de vida de “El Pobrecito Hablador”. Así, en su artículo “El último paseo de Fígaro”, nuestro autor habría de narrar las últimas andanzas del famoso suicida y en el entierro de éste habría de concluir la lectura de los arrebatados versos con los que Zorrilla se dio a conocer al mundo literario.

Reunión de poetas (detalle) con el Marqués de Molíns a la izquierda, de pie. Esquivel, 1846.
Años después, el pintor sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857) representaría una tertulia de artistas románticos ya en su edad madura y en una posición social consolidada en su famoso cuadro "Reunión de poetas" (1846). En el centro de esta escena colectiva, aparece Zorrilla leyendo sus versos al lado del pintor Esquivel con su paleta y en torno de ambos se despliegan en semicírculo cuarenta significados representantes del romanticismo artístico y literario español. Junto a los veteranos Juan Nicasio Gallego, Quintana, el Duque de Frías, etc. se alinean otras figuras más jóvenes como Hartzenbusch, Gil y Zárate, Bretón de los Herreros, Patricio de la Escosura, Ros de Olano, el Duque de Rivas, Martínez de la Rosa, Ventura de la Vega, Mesonero Romanos, etc. En la escena faltan, sin embargo, dos grandes figuras románticas fallecidas prematuramente: Larra y Espronceda. En este conocido cuadro, aparece representado el Marqués de Molíns, en uniforme rojo, a la edad de 34 años, de pie y situado a la espalda de Francisco Javier de Burgos y Francisco Martínez de la Rosa, quienes se hallan sentados en primer plano.

Una lectura de Ventura de la Vega. Esquivel, 1845.
Roca Togores brilló por sus extraordinarias dotes diplomáticas como animador social de su círculo literario, compuesto, entre otros, por las figuras de las letras mencionadas en el anterior párrafo. Fueron célebres las tertulias artísticas de las que ejerció como anfitrión en su madrileña residencia del Palacio del Marqués de Molíns (hoy incorporado a las dependencias de la Real Academia de la Historia). Asimismo, destacó como promotor de la publicación de varias obras colectivas entre su círculo de amistades, tales como Las cuatro Navidades (1857) o el Romancero de la Guerra de África (1860).

Como hombre de letras, Roca de Togores cultivó todas las formas literarias en boga: artículos periodísticos, discursos académicos, memorias, opúsculos literarios, dramas históricos en verso, cuentos históricos, estampas costumbristas y, sobre todo, una variada e interesante obra poética.

Mariano Roca de Togores.
Su heterogénea y no muy extensa poesía se compone de cantos épicos, odas, epístolas, sonetos, romances (clasificados en históricos, descriptivos y jocosos), fantasías nocturnas y diversas letrillas y poemas ligeros.

Gran parte de su producción poética consistió en poemas de circunstancias y etiqueta: versos para el álbum de una dama, dedicatorias en ocasiones sociales, invitaciones festivas a amigos, justas poéticas con consonantes forzados, etc. 

En sus Obras poéticas, el mismo autor ofrece una explicación de cómo se gestaron alguna de sus composiciones:

“En las sesiones semanales del Liceo se sacaban a suerte temas para composiciones ligeras, que se hacían en un breve espacio y, leídas y juzgadas por un tribunal de damas, obtenía de ellas el autor premiado un ramo de flores”.
 
Entre esta larga serie de poemas de inspiración banal dedicados a damas de la aristocracia, eminentes literatos y variadas ocasiones sociales, a veces suenan acentos sinceros y profundos como en la “Improvisación en un banquete patriótico dado en París en celebridad del Convenio de Vergara” (1839):

“Mas si con furor violento,
Por saciar codicia extraña,
Pueblan los hijos de España
Uno y otro campamento;
Cuando el clarín llamará
A fratricida pelea,
Habrá quien vencido sea,
Pero quien triunfe no habrá…”

Nuestro poeta desarrolla, sin embargo, en ocasiones, originales visiones poéticas como las de sus fantasías “El insomnio” y “Los ensueños”:  [9]

“Vuela entre tanto do se agita inquieta
Dama gentil entre cendal y pluma
Y el velador delirio que la abruma
En tu vuelo fugaz cambia y sujeta…”

Asimismo, en sus romances jocosos y letrillas alcanza notable gracia y ligereza, singularmente en las décimas esdrújulas dedicadas a Larra “Lamentos de un poetastro”:

“Reniego del signo acérrimo
Que la manía frenética
Me inspiró de la poética
En este siglo misérrimo.
En él lo bueno y pulquérrimo
Es anómalo y ridículo…”

La voz del Marqués de Molíns, finalmente, se sitúa al nivel de los principales poetas románticos en las escasas ocasiones en que adquiere tonos personales y dramáticos. Así ocurre, por ejemplo, con los tercetos de sus “Recuerdos del expatriado” (1856), el soneto “El Gave de Orthéz en Béarne” (1852) y las redondillas del madrigal “El 31 de diciembre de 1851”:

“Se deshace nuestra vida
Como esa blanca nevada,
A la mañana formada
Y  a la tarde derretida.
Hoy la que en el monte cuaja
Sirve a dos años rivales;
Al que viene, de pañales;
Al que se va, de mortaja.
Los dos con la misma priesa
Van tras la propia fortuna;
El viejo hacia nuestra cuna,
Y el niño hacia nuestra huesa…”

En esta línea de sincero dramatismo cabe inscribir su más logrado poema, el soneto “Mi destino” (1842).  En esta composición, Roca de Togores ofrece una personal  interpretación del tema del dolor de España en la poesía del Romanticismo: [10]

“Campo estéril, mortífera laguna
Me vio nacer, y la yermada arena
Présago iluminaba de mi pena
Fúnebre rayo de sangrienta luna.

Trueno de muerte me arrulló en la cuna,
Cuando Castilla, al sacudir la ajena,
Forjaba ya la bárbara cadena
Que dio al Corso tirano la fortuna.

Mi primer tierno involuntario llanto
Unióse al llanto de la patria mía,
Y mis ojos lloraron su quebranto.

De entonces miran en la luz del día
Lúgubre antorcha de dolor y espanto,
Y amo a mi patria, y lloro su agonía”.

Fechado en 1842, el tono dramático de esta composición, en parte, puede deberse a la situación personal del autor, sumido en una profunda depresión desde el fallecimiento de su primera esposa a principios del referido año.

El Marqués de Molíns por Madrazo.
Sin embargo, no podemos dejar de interpretar este soneto a la luz de las circunstancias históricas en que fue concebido: poco tiempo después de la conclusión de la Primera Guerra carlista (1833-1840) y a los pocos meses de que el regente Baldomero Espartero (1841-1843) aplastara el levantamiento moderado de Leopoldo O’Donnell en 1841 con el fusilamiento de Diego de León y otros militares implicados. En parte, este soneto puede interpretarse como una poética manifestación de su autor a favor del partido liberal moderado, en el que había comenzado a militar activamente en 1837.

Sin embargo, Roca de Togores evita entrar en detalles partidistas y se limita a aludir vagamente a las circunstancias del momento, que se presentan como una continuación fatídica de la bélica coyuntura histórica de su nacimiento.

Adquiere así  el lamento del poeta un sentido más general y simbólico. La vida del poeta parece predestinada a desarrollarse en el desgarro sangriento de su patria: del “Trueno de muerte me arrulló en la cuna” en la Guerra de la Independencia (1808-1814) pasamos a la “Lúgubre antorcha de dolor y espanto” de los recientes enfrentamientos fratricidas.

El Marqués de Molíns en 1847.
La actitud del poeta en tales circunstancias ha sido el dolor por el sufrimiento de la patria: desde el inicial “Mi primer tierno involuntario llanto” hasta el “lloro su agonía” del último verso.

El sufriente destino del autor quedó sentenciado en el momento de su nacimiento, circunstancia que es presentada con característica adjetivación romántica: campo estéril, mortífera laguna, yermada arena, fúnebre rayo, sangrienta luna, etc.

No debemos perder de vista, sin embargo, que tras esta mención a oscuras fuerzas sobrenaturales, Roca de Togores alude a las circunstancias reales de su nacimiento en Albacete en 1812. La referencia cronológica a la guerra contra las tropas napoleónicas parece clara con la mención al “Corso”; la referencia al lugar donde vio la luz primera, sin embargo, se presenta en misteriosos términos: campo estéril, mortífera laguna, yermada arena… extensibles a todo el territorio de su dolorida patria. [11]

Ofrece, así, el autor una imagen de su Albacete natal como un lugar inhóspito y hostil: campos yermos, pantanosas llanuras sin drenar que serían frecuente foco de infecciones… Sobre este desolado paisaje albaceteño, Mariano Roca de Togores proyecta el fúnebre haz de luz de una sangrienta luna, componiendo así una tétrica estampa, capaz de presagiar las penas que para su patria reservaba el destino.


[1] En 1856 dedicó su extenso poema “El Corpus” a su “amadísima madre la Condesa de Villaleal”. Roca de Togores trazó la semblanza de su abuela materna en el personaje de la esposa del Calatravo en su novela La Manchega. Evocaría también las figuras de los abuelos maternos en su artículo “Una mañana junto a la Feria de Albacete” (1857). Andrés Baquero Almansa dedicó sendas entradas biográficas a ambos abuelos maternos del Marqués de Molíns en sus Hijos ilustres de la provincia de Albacete (1884).
[2] Luis Roca de Togores, padre de nuestro primer literato, fue activo defensor de la causa fernandina durante la Guerra de la Independencia contra el francés (1808-1814). A su costa había levantado un regimiento con el nombre de “Cazadores de Orihuela”, conocido popularmente como “Voluntarios de Pinohermoso”. En las páginas XXVII-XXVIII de su Prólogo a las Obras poéticas del Duque de Frías (1857), el Marqués de Molíns habría de evocar el papel de su progenitor durante esta guerra: “Permítase al autor de estas líneas una lágrima á la memoria de su padre (….) verificado el alzamiento de 1808, acudió adonde su honor y su patriotismo le llamaban, levantando con su influjo y manteniendo á su costa un regimiento, á quien dio el nombre de Cazadores de Orihuela, pero á quien la historia de aquellos días apellidaba siempre con el título de su coronel” .
[3] Un cuadro genealógico de la familia de Mariano Roca de Togores y Carrasco puede verse en este enlace:
[5]  Puede encontrarse información sobre los palacios de Orihuela en este enlace: http://www.enorihuela.com/palacios.html
[6] Pueden verse imágenes de este desaparecido palacio albaceteño en el archivo digital del Instituto de Estudios Albacetenses:
[7] Esta noticia del nacimiento fuera del hogar familiar y otras relativas al padre de Mariano Roca de Togores pueden verse en el artículo de Francisco Fuster Ruiz, “El alcalde que obligó a Fernando VII a dormir en Albacete (1814)”, revista Al-Basit, número 4: http://www.iealbacetenses.com/index.php?menu=6&ruta=&id=28&tipomenu= 
[8] Versos citados por Roca de Togores en el capítulo XXXV de su obra Bretón de los Herreros: Recuerdos de su vida y de sus obras (1883). La alusión a Rioja debe referirse al poeta barroco sevillano Francisco de Rioja (1583-1659).
[9]  “El insomnio” recuerda el soneto “Insomnio” de Gerardo Diego y algunos pasajes de “Los ensueños” encuentran eco en el comienzo de la rima LX de Bécquer, según la excelente valoración crítica de la poesía del Marqués de Molíns realizada por Ángel Romera: http://histomancha.blogspot.com.es/2011/09/historia-de-la-lirica-manchega-del.html
[10] En su excelente análisis de la obra poética del Marqués de Molíns, contenido en las páginas 217-230 de su estudio sobre La obra periodística de Don Mariaano Roca de Togores (Instituto de Estudios Albacetenses, 2005), Juan Belmonte Guardiola se limita a transcribir sin comentarios este soneto.
[11] En su artículo “Una mañana junto a la Feria de Albacete” (1857), el Marqués de Molíns se refiere a las actuaciones de su abuelo, Fernando Carrasco Rocamora, para solucionar el problema de las insalubres aguas estancadas en las llanuras en torno a la ciudad: el inicio de las obras del canal de María Cristina es recordado así como un “…inmenso favor hecho por este insigne patricio, bis­abuelo tuyo, á sus paisanos, desaguando las lagunas que cubrían este país, abriendo el ca­nal que lo fecunda, y desterrando las mortífe­ras fiebres que lo aniquilaban”.